UN PEQUEÑO CUENTO DE AMOR EN EL OESTE
Sam había llegado a la desesperación. Ella se había marchado para siempre. Le había abandonado por un presuntuoso y brabucón patán del norte.
Habitualmente, al atardecer, cuando el sol empezaba a extender su manto rojizo por el horizonte, conducía el ganado hacia las praderas más altas y puras, aquellas por las cuales corría aire limpio y las nubes pasaban acariciando su cara mientras estaba tumbado en la radiante hierba.
Un día, mientras el dulce sueño le alcanzaba, creyó ver que la sombras de las nubes proyectaban en el suelo un figura que le era familiar. Sí, sin duda era la figura de su amada, aquel espigado sueño por el cual suspiraba a pesar de la traición.
Se levantó y echó a correr hacia la sombra y cuando creyó llegar a ella las nubes se disiparon y deshicieron el embrujado espejismo. Ella le había vuelto a dejar.
Recobró la calma e intentó olvidarla. Tenía que olvidarla, estaba sufriendo, retorciéndose de dolor ante la idea de su irremediable pérdida, pensando en aquellos días en los que juntos iban a beber agua al arroyo y a coger frutos de los árboles de la pradera, pensaba en aquellos días de lluvia en los que se refugiaban bajo los árboles y se besaban jurándose amor eterno entre las gotas que se filtraban por las ramas... Tenía que olvidar todo aquello.
De vuelta a su casa el ganado se paró en medio del camino, negándose a avanzar. Se bajó del caballo y vió el motivo de la parada: una flor de incandescente color rojo había brotado de las yermas marrones tierras del camino; se trataba de la flor más bella que había visto en su vida.
Mientras estaba absorto observándola notó una brisa refrescante en su espalda. Se giró. Era ella, su amada, que se acercaba corriendo hacia él, como si danzase suavemente por un lago cristalino, para volver a sus brazos.
Se abrazaron y lloraron de amargura y de alegría durante unos instantes que parecieron siglos de felicidad mientras sus lágrimas caían sobre aquella flor roja, regándola.
Los dos juntos partieron hacia su hogar llevando aquella flor entre sus manos, la cual nunca se marchitaría.
FIN
(Autor: Alfredo Alonso)
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